Entre los amigos de que primero hago memoria hay un señor joven, de
barba muy rubia, con el cabello plateado sobre las sienes y los ojos azules. Este
señor era director de un periódico de mi país, y había sido muy amigo de mi
padre, según me decían. Venía a casa con cierta frecuencia, y siempre con dos o
tres señores elegantes, que a mí me parecían de gran autoridad, que me tomaban
en sus brazos, pasándome de mano en mano, haciéndome preguntas y quitándome
el cabello de sobre la frente, exclamando:
—¡Es la misma cara! ¡Cómo se le parece! ¡Qué lástima que esta criatura no
haya sido varón…!
Un día me llevaron al Ateneo, y me enseñaron muchos retratos, que había
colgados de las paredes, de señores muy serios, con trajes antiguos y uniformes
muy raros.
El periodista me preguntó:
—¿Cuál de estos es tu papá?—y yo, levantando mi mano, señalé el retrato de
un señor de barba…
Entonces me tomaron en brazos, me besaron mucho, y el periodista sacó el
pañuelo y se lo pasó por la cara como si llorase.
Yo puedo decir ahora que no sé absolutamente por qué señalé aquel cuadro,
pues ya no recuerdo cómo era mi padre, y además era aquel un retrato muy
malo, hecho por un aficionado del pueblo. Pero es de suponer que alguna sugerencia
levantó en mí aquella figura pintada, o que en algún sentido la uní, tal vez
inconscientemente, a mi ya muerta remembranza del caballero y el libro de estampas.
Al regresar a casa, los señores aquellos le dijeron a mi madre que yo tenía un
talento asombroso, repitiendo nuevamente en distintos tonos «¡que era una gran
lástima que yo no fuese varón…!»
Por entonces cumplí cinco años. Tengo que hacer notar la circunstancia de que
aquellos señores y otros que también fueron amigos y admiradores de mi padre,
al visitarnos o encontrarnos en la calle, no se preocupaban lo más mínimo de mi
hermana, contentándose con darle unos golpecitos en la cara y sin que al parecer
les diera lástima ninguna «el que ella no hubiera sido varón…»
En cambio, yo estaba muy orgullosa con mi parecido, con mi frente tan ancha,
«igual a la de él», que inducía a los amigos a regalarme y mimarme más…
También me iba penetrando poco a poco «de que yo tenía mucho talento»,
cosa que ya no me satisfacía tanto, pues aunque no sabía en lo que consistía ni
lo que significaba, servía sin duda, por lo pronto, para que mi madre me lo recordase
continuamente, mezclándolo con enojosas reprimendas:
¡Parece mentira que una niña de talento como tú se ensucie con tanta frecuencia
los vestidos…!
cuando mi familia realizó un viaje a Agaete, pueblecillo
encantador de las Islas Canarias. Sólo cinco
horas de barco separaban nuestro pueblo de aquel,
realizándose el viaje en un hermoso velero propiedad
de la casa de mis abuelos. Con el corazón palpitante
me dejé conducir a las entrañas malolientes
del barco aquel. Nunca hasta entonces había mi olfato
experimentado tan fuerte sensación. El olor a
brea, unido a los peculiares del mar, los muelles, los
cargamentos de materias diversas, el fuerte tabaco
de las pipas y el acre aroma que se desprendía de
las velas y las ropas de los marineros, dejaron por
un momento los pulmones de la niña ciudadana
como ahogados en aquella atmósfera violenta y
desconocida.
Un perro pequeño, gordo y alegre, vino juguetón
a saludarme. Aquel saludo me tranquilizó. Si el
perro no se ahogaba allí adentro, seguramente podría
respirar yo. Y seguida por él, bajé una escalerilla.
Diez horas viví en el barco aquel. Con un buen
viento hubiera podido realizarse el viaje en cinco,
tal vez en cuatro; pero una calma absoluta reinando
sobre el mar hizo inútiles las velas del bar co, el coraje
y la decisión de los hombres, cu yas imprecaciones
más violentas acallaría la presencia de se ñoras
a bordo.
Muchos viajes realicé desde entonces en los barcos
de vela. Comí con patrones y marineros, y supe
de las salsas picantes, de las carnes saladas, cocinadas
por hábiles manos marineras; sentí en mis narices
el ardor del tabaco humedecido por el salitre,
y disfruté también el placer romántico de dormir
envuelta en un manto de luna, en el «frágil velero
que va sobre la mar»…
Pero nunca llegué a aumentar la confianza, el
aplomo y la seguridad magnífica de aquel mi primer
memorable día de navegación, al tomar ple na posesión
de «La Rosa», barco de cabotaje que hacía
bisemanalmente la travesía entre los puertos de
Santa Cruz y Las Palmas.
el divorcio como medida higienica
tumba de mercedes pinto
barba muy rubia, con el cabello plateado sobre las sienes y los ojos azules. Este
señor era director de un periódico de mi país, y había sido muy amigo de mi
padre, según me decían. Venía a casa con cierta frecuencia, y siempre con dos o
tres señores elegantes, que a mí me parecían de gran autoridad, que me tomaban
en sus brazos, pasándome de mano en mano, haciéndome preguntas y quitándome
el cabello de sobre la frente, exclamando:
—¡Es la misma cara! ¡Cómo se le parece! ¡Qué lástima que esta criatura no
haya sido varón…!
Un día me llevaron al Ateneo, y me enseñaron muchos retratos, que había
colgados de las paredes, de señores muy serios, con trajes antiguos y uniformes
muy raros.
El periodista me preguntó:
—¿Cuál de estos es tu papá?—y yo, levantando mi mano, señalé el retrato de
un señor de barba…
Entonces me tomaron en brazos, me besaron mucho, y el periodista sacó el
pañuelo y se lo pasó por la cara como si llorase.
Yo puedo decir ahora que no sé absolutamente por qué señalé aquel cuadro,
pues ya no recuerdo cómo era mi padre, y además era aquel un retrato muy
malo, hecho por un aficionado del pueblo. Pero es de suponer que alguna sugerencia
levantó en mí aquella figura pintada, o que en algún sentido la uní, tal vez
inconscientemente, a mi ya muerta remembranza del caballero y el libro de estampas.
Al regresar a casa, los señores aquellos le dijeron a mi madre que yo tenía un
talento asombroso, repitiendo nuevamente en distintos tonos «¡que era una gran
lástima que yo no fuese varón…!»
Por entonces cumplí cinco años. Tengo que hacer notar la circunstancia de que
aquellos señores y otros que también fueron amigos y admiradores de mi padre,
al visitarnos o encontrarnos en la calle, no se preocupaban lo más mínimo de mi
hermana, contentándose con darle unos golpecitos en la cara y sin que al parecer
les diera lástima ninguna «el que ella no hubiera sido varón…»
En cambio, yo estaba muy orgullosa con mi parecido, con mi frente tan ancha,
«igual a la de él», que inducía a los amigos a regalarme y mimarme más…
También me iba penetrando poco a poco «de que yo tenía mucho talento»,
cosa que ya no me satisfacía tanto, pues aunque no sabía en lo que consistía ni
lo que significaba, servía sin duda, por lo pronto, para que mi madre me lo recordase
continuamente, mezclándolo con enojosas reprimendas:
¡Parece mentira que una niña de talento como tú se ensucie con tanta frecuencia
los vestidos…!
cuando mi familia realizó un viaje a Agaete, pueblecillo
encantador de las Islas Canarias. Sólo cinco
horas de barco separaban nuestro pueblo de aquel,
realizándose el viaje en un hermoso velero propiedad
de la casa de mis abuelos. Con el corazón palpitante
me dejé conducir a las entrañas malolientes
del barco aquel. Nunca hasta entonces había mi olfato
experimentado tan fuerte sensación. El olor a
brea, unido a los peculiares del mar, los muelles, los
cargamentos de materias diversas, el fuerte tabaco
de las pipas y el acre aroma que se desprendía de
las velas y las ropas de los marineros, dejaron por
un momento los pulmones de la niña ciudadana
como ahogados en aquella atmósfera violenta y
desconocida.
Un perro pequeño, gordo y alegre, vino juguetón
a saludarme. Aquel saludo me tranquilizó. Si el
perro no se ahogaba allí adentro, seguramente podría
respirar yo. Y seguida por él, bajé una escalerilla.
Diez horas viví en el barco aquel. Con un buen
viento hubiera podido realizarse el viaje en cinco,
tal vez en cuatro; pero una calma absoluta reinando
sobre el mar hizo inútiles las velas del bar co, el coraje
y la decisión de los hombres, cu yas imprecaciones
más violentas acallaría la presencia de se ñoras
a bordo.
Muchos viajes realicé desde entonces en los barcos
de vela. Comí con patrones y marineros, y supe
de las salsas picantes, de las carnes saladas, cocinadas
por hábiles manos marineras; sentí en mis narices
el ardor del tabaco humedecido por el salitre,
y disfruté también el placer romántico de dormir
envuelta en un manto de luna, en el «frágil velero
que va sobre la mar»…
Pero nunca llegué a aumentar la confianza, el
aplomo y la seguridad magnífica de aquel mi primer
memorable día de navegación, al tomar ple na posesión
de «La Rosa», barco de cabotaje que hacía
bisemanalmente la travesía entre los puertos de
Santa Cruz y Las Palmas.
el divorcio como medida higienica
tumba de mercedes pinto