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martes, 24 de septiembre de 2013

el... en el libro de mercedes pinto


 

el.. divorcio como medida higienica discurso de la escritora dramaturga escritora periodista poeta mercedes pinto + en noviembre de 1923 en españa

 

Viajaba yo con mi pesada cruz sobre los hombros. Al llegar a una estación
decidí bajar un momento; necesitaba respirar, desentumecer mis
piernas, agitarme, pues que durante unos momentos creí que iba a morirme
de algo muy rápido, del corazón o del cerebro, porque era demasiado
el sentir y excesivo también el pensar…
A los pocos pasos decidí escapar a la curiosidad de las gentes, y como
iba sola, di la vuelta a la estación y me senté un momento sobre unos
equipajes. Cerca de mí vi un buhonero con su mujer y un niño de pocos
meses; habían terminado al aire libre una frugal merienda durante el descanso
del tren, mientras que la mujer, sacando un pecho blanco y redondo,
daba serenamente de mamar a su hijo sentada al lado de la caja
donde guardaban la mercancía. El marido empezó a fumar una inmensa
pipa de barro y él y la mujer me miraban con curiosidad, hasta que la
mujer interrumpiendo el silencio me dijo: «¡Ay, señorita, cuántos trabajos
pasamos los pobres; usted viaja en primera y va con toda comodidad,
mientras que nosotros vamos como perros de pueblo en pueblo…! ¡Eso
que Vd. lleva sí puede llamarse un viaje de placer!»
Yo la miré con una congoja inmensa que me subía desde el fondo del
pecho, y llegando a mis ojos se me llenaron al punto de llanto; y la buena
mujer, creyendo la infeliz que los ricos no podían llorar ni tenían por qué,
exclamó convencida:
—Es ceniza que ha volado de afuera... de la pipa de Ingnacio…
Y yo: —¡No… no…! ¡Es ceniza que sube, que sube de adentro…!
***
Corre, tren, corre sobre mi pena; oscurece mi dolor con tu humo
negro como la cabellera del demonio, aleja de mi alma el drama entero
de mi existencia rota, de mi presente de lucha, de mi porvenir incier to…
Corre, tren, y con el ruido espantoso de tus cadenas y de tus brazos ciclópeos
de hierro, evita que se forjen los pensamientos en mi cerebro, y
patea, desgarra, pulveriza los recuerdos de trágica odisea que me enloquecen,
y que a mi alma primitiva, sencilla, ingenua, torturan con las pesadillas
reconstructoras de lo pasado… (heridas, sangre, gritos, insomnios
dolorosos, un soñar de calentura que aplasta mi sana complexión bajo
su peso…).
En lontananza se va quedando el manicomio con sus torrecitas altas, y
sus pabellones iguales pintados de blanco y rojo —huesos y sangre me
semejan—.
Y yo sola, enlutada, con un luto triste porque es el que en la vida se
lleva por uno mismo, miro a las lejanas torrecitas bajo cuyas techumbres
se queda Él y me parece sentir aún las estridentes risas y las voces incoloras
que he dejado. Y miro el porvenir y veo las piedras de mi hogar rodando
clamorosas río abajo, río abajo…

  ¡anatema sobre vosotros los cobardes que no levantasteis
la voz para defenderme! ¡Sobre vosotros y sobre
vuestros hijos recaiga mi dolor —¡todo el amargo manantial
de mi dolor!— y el hambre y la sed, y los insomnios
torturantes, y todo el cruento palpitar de mis tremendas
y apocalípticas horas de soledad!
Por los hombres cobardes abandonaré mi hogar y mi
patria: por aquellos hombres miserables y ruines que se
envolvieron el alma con túnica de mujerzuelas para recibir
al infeliz demente con sonrisas melifluas, y lanzar a sus espaldas
murmuraciones e intrigas miserables; perderé tal vez
cuanto tuvo mi calor y fue mío. Por aquellos médicos que
mintieron certificados de salud a un enfermo, cometiendo
un acto delictivo, por no exponerse a las iras de Él, o a las
de la «mano predestinada y trágica» que va tras Él, quedará
tal vez mi fama en entredicho, y sobre las cabecitas de
nuestros hijos flotará una sombra indecisa. Anatema, anatema
sobre aquellos que impulsaron mi vida hacia caminos
desconocidos; anatema sobre los que desarraigaron mis
pies del adorado suelo en que nací… Anatema mil veces
sobre los hombres ruines que no supieron levantar la voz
viril para defender mi verdad. Y cuando los que yo adoro
mueran lejos de mi lado y cuando el suspiro último de mi
madre se exhale en la soledad, sin que sus ojos recojan la
luz de los míos, el eterno anatema de mi alma enorme recaiga
sobre los cobardes, los traidores, los malvados, que
por no perder la amodorrante paz de su vivir, acallaron sus
voces, contentándose con escuchar pacientes las alucinaciones
de que el infeliz Él esmalta su existencia, y viendo
maliciosos y pérfidos cómo mi porvenir se ensombrece,
quedando sólo a la débil merced de mis manos.
Pero, ¡oh!, sociedad rastrera que haces esto conmigo, ¡no
importa! Que en mi alma de mujer existe la semilla heroica
que vuestros padres no pudieron sembraros y sobre la cadena
de los dolores, tal vez el tiempo corone un día las
sienes pálidas, que vosotros, indiferentes a mi agonía, ¡supisteis
taladrar…!
Yo huí por los caminos de la vida y no sabía adónde. Sólo
sabía que llevaba conmigo un equipaje de amores inocentes
y más puros que nardos en capullos, y no me daba
cuenta de que sus labios de coral y rosa me pedirían pan…


mercedes pinto

ella ... en el libro de mercedes pinto armas de la rosa y clos

Entre los amigos de que primero hago memoria hay un señor joven, de
barba muy rubia, con el cabello plateado sobre las sienes y los ojos azules. Este
señor era director de un periódico de mi país, y había sido muy amigo de mi
padre, según me decían. Venía a casa con cierta frecuencia, y siempre con dos o
tres señores elegantes, que a mí me parecían de gran autoridad, que me tomaban
en sus brazos, pasándome de mano en mano, haciéndome preguntas y quitándome
el cabello de sobre la frente, exclamando:
—¡Es la misma cara! ¡Cómo se le parece! ¡Qué lástima que esta criatura no
haya sido varón…!
Un día me llevaron al Ateneo, y me enseñaron muchos retratos, que había
colgados de las paredes, de señores muy serios, con trajes antiguos y uniformes
muy raros.
El periodista me preguntó:
—¿Cuál de estos es tu papá?—y yo, levantando mi mano, señalé el retrato de
un señor de barba…
Entonces me tomaron en brazos, me besaron mucho, y el periodista sacó el
pañuelo y se lo pasó por la cara como si llorase.
Yo puedo decir ahora que no sé absolutamente por qué señalé aquel cuadro,
pues ya no recuerdo cómo era mi padre, y además era aquel un retrato muy
malo, hecho por un aficionado del pueblo. Pero es de suponer que alguna sugerencia
levantó en mí aquella figura pintada, o que en algún sentido la uní, tal vez
inconscientemente, a mi ya muerta remembranza del caballero y el libro de estampas.
Al regresar a casa, los señores aquellos le dijeron a mi madre que yo tenía un
talento asombroso, repitiendo nuevamente en distintos tonos «¡que era una gran
lástima que yo no fuese varón…!»
Por entonces cumplí cinco años. Tengo que hacer notar la circunstancia de que
aquellos señores y otros que también fueron amigos y admiradores de mi padre,
al visitarnos o encontrarnos en la calle, no se preocupaban lo más mínimo de mi
hermana, contentándose con darle unos golpecitos en la cara y sin que al parecer
les diera lástima ninguna «el que ella no hubiera sido varón…»
En cambio, yo estaba muy orgullosa con mi parecido, con mi frente tan ancha,
«igual a la de él», que inducía a los amigos a regalarme y mimarme más…
También me iba penetrando poco a poco «de que yo tenía mucho talento»,
cosa que ya no me satisfacía tanto, pues aunque no sabía en lo que consistía ni
lo que significaba, servía sin duda, por lo pronto, para que mi madre me lo recordase
continuamente, mezclándolo con enojosas reprimendas:
¡Parece mentira que una niña de talento como tú se ensucie con tanta frecuencia
los vestidos…!

cuando mi familia realizó un viaje a Agaete, pueblecillo
encantador de las Islas Canarias. Sólo cinco
horas de barco separaban nuestro pueblo de aquel,
realizándose el viaje en un hermoso velero propiedad
de la casa de mis abuelos. Con el corazón palpitante
me dejé conducir a las entrañas malolientes
del barco aquel. Nunca hasta entonces había mi olfato
experimentado tan fuerte sensación. El olor a
brea, unido a los peculiares del mar, los muelles, los
cargamentos de materias diversas, el fuerte tabaco
de las pipas y el acre aroma que se desprendía de
las velas y las ropas de los marineros, dejaron por
un momento los pulmones de la niña ciudadana
como ahogados en aquella atmósfera violenta y
desconocida.
Un perro pequeño, gordo y alegre, vino juguetón
a saludarme. Aquel saludo me tranquilizó. Si el
perro no se ahogaba allí adentro, seguramente podría
respirar yo. Y seguida por él, bajé una escalerilla.
Diez horas viví en el barco aquel. Con un buen
viento hubiera podido realizarse el viaje en cinco,
tal vez en cuatro; pero una calma absoluta reinando
sobre el mar hizo inútiles las velas del bar co, el coraje
y la decisión de los hombres, cu yas imprecaciones
más violentas acallaría la presencia de se ñoras
a bordo.
Muchos viajes realicé desde entonces en los barcos
de vela. Comí con patrones y marineros, y supe
de las salsas picantes, de las carnes saladas, cocinadas
por hábiles manos marineras; sentí en mis narices
el ardor del tabaco humedecido por el salitre,
y disfruté también el placer romántico de dormir
envuelta en un manto de luna, en el «frágil velero
que va sobre la mar»…
Pero nunca llegué a aumentar la confianza, el
aplomo y la seguridad magnífica de aquel mi primer
memorable día de navegación, al tomar ple na posesión
de «La Rosa», barco de cabotaje que hacía
bisemanalmente la travesía entre los puertos de
Santa Cruz y Las Palmas.


el divorcio como medida higienica 
tumba de mercedes pinto 

sábado, 21 de septiembre de 2013