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lunes, 28 de mayo de 2012

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oracion a beato santo juan pablo segundo





Oh Trinidad Santa,
te damos gracias por haber concedido a la Iglesia
al Papa Juan Pablo II
y porque en él has reflejado
la ternura de tu paternidad,
la gloria de la cruz de Cristo
y el esplendor del Espíritu del amor.
Èl, confiando totalmente en tu infinita misericordia
y en la maternal intercesión de Maria,
nos ha mostrado una imagen viva de Jesús Buen Pastor
indicándonos la santidad,
alto grado de la vida cristiana ordinaria,
como camino para alcanzar la comunión eterna contigo.
Concédenos, por su intercesión, y si es tu voluntad,
el favor que imploramos,
Con la esperanza que sea pronto incluido
en el numero de tus santos.
Amen.
juan pablo segundo en corazones
13 legados de juan pablo segundo



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jesuscristo maria y jose


martirio y dolor de jesus

virgen y jesuscristo en beirut y guadalajara

valle de qadisha en libano






 virgen harissa en libano









 jesuscristo con su familia
jesuscristo en beirut









 CARDUCHO, Vicent Vision of St Francis of Assisi 1631 Szépmûvészeti Múzeum, Budapest








GRASSI, Nicola Rosary Mother of God with Sts Dominic and Francis of Assisi  National Gallery of Slovenia, Ljubljana

san francisco de asis con nikolai y giovanni

san francisco de asis greco y mena




ISENBRANT, Adriaen Archangel St Michael, St Andrew and St Francis of Assisi Szépmûvészeti Múzeum, Budapest




juan pablo segundo





la pastoral familiar





beato juan pablo





juan baustismo de jesus





papa benedicto





nuestra señora de la abadia





junipero serra







Catequesis de Juan Pablo II sobre los Siete Dones

1
JUAN PABLO II
REGINA CAELI
Domingo 2 de abril de 1989
Queridísimos hermanos y hermanas:
1. En este II domingo de Pascua resuenan en toda la Iglesia las palabras que dirigió 
Cristo resucitado a los Apóstoles la tarde de su resurrección, palabras que son don y 
promesa: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20, 23).
Ya estamos inmersos en el clima gozoso del tiempo pascual, la nueva estación de gracia 
que en el ciclo litúrgico une el misterio de la resurrección con el de Pentecostés.
2. La resurrección ha realizado en plenitud el designio salvífico del Redentor, la efusión 
ilimitada del amor divino sobre los hombres. Corresponde ahora al Espíritu implicar a 
cada persona en ese designio de amor. Por esto existe una estrecha conexión entre la 
misión de Cristo y el don del Espíritu Santo, prometido a los Apóstoles, poco antes de la 
pasión, como fruto del sacrificio de la cruz: "Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, 
para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad... Él os lo enseñará 
todo y os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn 14, 16. 17. 26). Significativamente 
ya en la cruz Cristo moribundo "entregó el Espíritu" como primicia de la redención (cf. 
Jn 19, 30).
En cierto sentido, por tanto, la Pascua puede bien llamarse el primer Pentecostés 
―"recibid el Espíritu Santo"―, en espera de su efusión pública y solemne, después de 
cincuenta días, sobre la comunidad primitiva reunida en el Cenáculo.
3. "El Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos" (Rm 8, 11) debe 
habitar en nosotros y llevarnos a una vida cada vez más conforme a la de Cristo 
resucitado. Todo el misterio de la salvación es un acontecimiento de amor trinitario, del 
amor que media, entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. La Pascua nos introduce 
en este amor mediante la comunicación del Espíritu Santo, "que es Señor y dador de 
vida" (Símbolo. Niceno-Constantinopolitano).
Por ello, en nuestra cita dominical para el rezo de la oración mariana de Pascua, el 
"Regina coeli", meditaremos sobre los dones del Espíritu Santo. Invocaremos la 
intercesión de la Virgen María para que se nos conceda comprender más en profundidad 
tales dones, recordando con fe que descendió primero sobre Ella el Espíritu Santo y la 
cubrió con su sombra la potencia del Altísimo (cf. Lc 1, 35); recordaremos también que 
precisamente María fue partícipe de la asidua oración de la Iglesia naciente en espera de 
Pentecostés.


Domingo 9 de abril de 1989
Queridísimos hermanos y hermanas:
1. Con la perspectiva de la solemnidad de Pentecostés, hacia la que conduce el período 
pascual, queremos reflexionar juntos sobre  los siete dones del Espíritu Santo  que la 
Tradición de la Iglesia ha propuesto constantemente basándose en el famoso texto de 
Isaías, referido al "Espíritu del Señor" (cf. Is 11, 1-2).
El primero y mayor de tales dones es la sabiduría, la cual es luz que se recibe de lo alto: 
es una participación especial en ese conocimiento misterioso y sumo, que es propio de 
Dios. En efecto, leemos en la Sagrada Escritura: "Supliqué, y se me concedió la 
prudencia; invoqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos, y, 
en su comparación, tuve en nada la riqueza" (Sb 7, 7-8).
Esta sabiduría superior es la raíz de un conocimiento nuevo,  un conocimiento 
impregnado por la caridad,  gracias al cual el alma adquiere familiaridad, por así 
decirlo, con las cosas divinas y prueba gusto en ellas. Santo Tomás habla precisamente 
de "un cierto sabor de Dios" (Summa Theol.  II-II, q.45, a. 2, ad. 1), por lo que el 
verdadero sabio no es simplemente el que  sabe  las cosas de Dios, sino el que las 
experimenta y las vive.
2. Además, el conocimiento sapiencial nos da una capacidad especial para  juzgar las 
cosas humanas según la medida de Dios, a la luz de Dios. Iluminado por este don, el 
cristiano sabe ver interiormente las realidades del mundo: nadie mejor que él es capaz 
de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con los mismos ojos de 
Dios.
Un ejemplo fascinante de esta percepción superior del "lenguaje de la creación, lo 
encontramos en el "Cántico de las criaturas" de San Francisco de Asís.
3. Gracias a este don toda la vida del cristiano con sus acontecimientos, sus 
aspiraciones, sus proyectos, sus realizaciones, llega a ser alcanzada por el soplo del 
Espíritu, que la impregna con la luz "que viene de lo Alto", como lo han testificado 
tantas almas escogidas también en nuestros tiempos y, yo diría, hoy mismo por Santa 
Celia Barbieri y por su luminoso ejemplo de mujer rica en esta sabiduría, aunque era 
joven de edad.
En todas estas almas se repiten las "grandes cosas" realizadas en María por el Espíritu. 
Ella, a quien la piedad tradicional venera como "Sedes Sapientiae", le lleve a cada uno 
de nosotros a gustar interiormente las cosas celestes.


Domingo 16 de abril de 1989
Queridísimos hermanos y hermanas:
1. En esta reflexión dominical deseo hoy detenerme en el segundo don del Espíritu 
Santo: el entendimiento. Sabemos bien que la fe es adhesión a Dios en el claroscuro del 
misterio; sin embargo es también  búsqueda  con el deseo de conocer más y mejor la 
verdad  revelada. Ahora bien, este impulso interior nos viene del Espíritu, que 
juntamente con la fe concede precisamente este don especial de inteligencia y casi de 
intuición de la verdad divina.
La palabra "inteligencia" deriva del latín  intus legere,  que significa "leer dentro", 
penetrar, comprender a fondo. Mediante este don el Espíritu Santo, que "escruta las 
profundidades de Dios" (1 Co 2, 10), comunica al creyente una chispa de esa capacidad 
penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios. 
Se renueva entonces la experiencia de los discípulos de Emaús, los cuales, tras haber 
reconocido al Resucitado en la fracción del pan, se decían uno a otro; "¿No ardía 
nuestro corazón mientras hablaba con nosotros en el camino, explicándonos las 
Escrituras?" (Lc 24, 32).
2. Esta inteligencia sobrenatural se da no sólo a cada uno, sino también a la comunidad: 
a los  Pastores  que, como sucesores de los Apóstoles, son herederos de la promesa 
específica que Cristo les hizo (cf.  Jn  14, 26; 16, 13) y a los  fieles  que, gracias a la 
"unción" del Espíritu (cf. 1 Jn 2, 20 y 27) poseen un especial "sentido de la fe" (sensus 
fidei) que les guía en las opciones concretas.
Efectivamente, la luz del Espíritu, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia de las 
cosas divinas, hace también más límpida y penetrante la mirada sobre las cosas 
humanas. Gracias a ella se ven mejor los numerosos signos de Dios que están inscritos 
en la creación. Se descubre así la dimensión no puramente terrena de los 
acontecimientos, de los que está tejida la historia humana. Y se puede lograr hasta 
descifrar proféticamente el tiempo presente y el futuro: ¡signos de los tiempos, signos de 
Dios!
3. Queridísimos fieles, dirijámonos al Espíritu Santo con las palabras de la liturgia: 
"Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo" (Secuencia de Pentecostés).
Invoquémoslo por intercesión de María Santísima, la Virgen de la Escucha, que a la luz 
del Espíritu supo escrutar sin cansarse el sentido profundo de los misterios realizados en 
Ella por el Todopoderoso (cf.  Lc  2, 19 y 51). La contemplación de las maravillas de 
Dios será también en nosotros fuente de alegría inagotable: "Proclama mi alma la 
grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador" (Lc 1, 46 s.).



Domingo 23 de abril de 1989
Queridísimos hermanos y hermanas:
1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, que hemos comenzado en los 
domingos anteriores, nos lleva hoy a hablar de otro don: el de ciencia, gracias al cual se 
nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.
Sabemos que el hombre contemporáneo, precisamente en virtud del desarrollo de las 
ciencias, está expuesto particularmente a la tentación de dar una interpretación 
naturalista del mundo; ante la multiforme riqueza de las cosas, de su complejidad, 
variedad y belleza, corre el riesgo de absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta hacer de 
ellas el fin supremo de su misma vida. Esto ocurre sobre todo cuando se trata de las 
riquezas, del placer, del poder que precisamente se pueden derivar de las cosas 
materiales. Estos son los ídolos principales, ante los que el mundo se postra demasiado 
a menudo.
2. Para resistir esa tentación sutil y para remediar las consecuencias nefastas a las que 
puede llevar he aquí que el Espíritu Santo socorre al hombre con el don de ciencia. Es 
ésta la que le ayuda a valorar rectamente las cosas en su dependencia esencial del 
Creador. Gracias a ella ―como escribe Santo Tomás―, el hombre no estima las 
criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida 
(cf. S. Th., II-II, q. 9, a. 4).
Así logra descubrir  el sentido teológico de lo creado  viendo las cosas como 
manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del 
amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente impulsado a traducir este 
descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias. Esto es lo que tantas 
veces y de múltiples modos nos sugiere el Libro de los Salmos. ¿Quién no se acuerda de 
alguna de dichas manifestaciones? "El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento 
pregona la obra de sus manos" (Sal 18/19, 2; cf. Sal 8, 2), "Alabad al Señor en el cielo 
alabadlo en su fuerte firmamento... Alabadlo sol y luna, alabadlo estrellas radiantes" 
(Sal 148 1. 3).
3. El hombre, iluminado por el don de ciencia, descubre al mismo tiempo  la infinita 
distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que 
pueden constituir, cuando, al pecar, hace de ellas mal uso. Es un descubrimiento que le 
lleva a advertir con pena su miseria y le empuja a volverse con mayor ímpetu y 
confianza a Aquel que es el único que puede apagar plenamente la necesidad de infinito 
que le acosa.
Esta ha sido la experiencia de los Santos; también lo fue ―podemos decir―, para los 
cinco Beatos que hoy he tenido la alegría de elevar al honor de los altares. Pero de 
forma absolutamente singular esta experiencia fue vivida por la Virgen que, con el 

ejemplo de su itinerario personal de fe, nos enseña a caminar "para que en medio de las 
vicisitudes del mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría" 
(Oración del domingo XXI per annum).



Domingo 7 de mayo de 1989
1. Al regresar del viaje pastoral que me ha llevado a Madagascar, isla de La Reunión, 
Zambia y Malawi, siento la necesidad de dar gracias ante todo a Dios por el servicio 
apostólico que he podido realizar entre aquellas amadas poblaciones. Guardo en el 
corazón el recuerdo conmovido del impulso generoso con el que los fieles de aquellas 
jóvenes Iglesias viven su adhesión al Evangelio.
Un pensamiento agradecido dirijo también a los hermanos en el Episcopado y a sus 
colaboradores eclesiásticos y laicos, que se han esforzado tanto por el éxito de la visita. 
Doy las gracias también a las autoridades civiles por la cordial disponibilidad con la que 
me han acogido y asimismo doy las gracias a los que han trabajado en los diversos 
servicios, y se han prodigado a fin de que todo se desarrollase de la mejor manera 
posible.
No me detengo ahora en los contenidos de la visita, porque pienso volver sobre ella en 
una próxima audiencia general.
2. Continuando la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, hoy tomamos en 
consideración el don de consejo. Se da al cristiano para iluminar la conciencia en las 
opciones morales que la vida diaria le impone.
Una necesidad que se siente mucho en nuestro tiempo, turbado por no pocos motivos de 
crisis y por una incertidumbre difundida acerca de los verdaderos valores, es la que se 
denomina "reconstrucción de las conciencias". Es decir, se advierte la necesidad de 
neutralizar algunos factores destructivos que fácilmente se insinúan en el espíritu 
humano, cuando está agitado por las pasiones, y la de introducir en ellas elementos 
sanos y positivos.
En este empeño de recuperación moral la Iglesia debe estar y está en primera línea: de 
aquí la invocación que brota del corazón de sus miembros ―de todos nosotros― para 
obtener ante todo la ayuda de una luz de lo Alto. El Espíritu de Dios sale al encuentro 
de esta súplica mediante el don de consejo, con el cual enriquece y perfecciona la virtud 
de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, 
especialmente cuando se trata de opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta a 
la vocación), o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos. Y en realidad 
la experiencia confirma que "los pensamientos de los mortales son tímidos e inseguras 
nuestras ideas", como dice el Libro de la Sabiduría (9, 14).

3. El don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es 
lícito,  lo que  corresponde,  lo que  conviene más  al alma (cf. San Buenaventura, 
Collationes de septem donis  Spiritus Sancti,  VII, 5). La conciencia se convierte 
entonces en el "ojo sano" del que habla el Evangelio (Mt 6, 22), y adquiere una especie 
de nueva pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor qué hay que hacer en una 
determinada circunstancia, aunque sea la más intrincada y difícil. El cristiano, ayudado 
por este don, penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en especial de 
los que manifiesta el sermón de la montaña (cf. Mt 5-7).
Por tanto, pidamos el don de consejo. Pidámoslo para nosotros y, de modo particular, 
para los Pastores de la Iglesia, llamados tan a menudo, en virtud de su deber, a tomar 
decisiones arduas y penosas.
Pidámoslo por intercesión de Aquella a quien saludamos en las letanías como  Mater 
Boni Consilii, la Madre del Buen Consejo.


Domingo 14 de mayo de 1989
1. "Veni, Sancte Spiritus!". Esta es, muy queridos hermanos y hermanas, la invocación 
que hoy, solemnidad de Pentecostés, se eleva insistente y confiada desde toda la Iglesia: 
Ven, Espíritu Santo, y "reparte tus siete dones según la fe de tus siervos" (Secuencia de 
Pentecostés).
Entre estos dones del Espíritu hay uno sobre el que deseo detenerme esta mañana:  el 
don de la fortaleza. En nuestro tiempo muchos exaltan la fuerza física, llegando incluso 
a aprobar las manifestaciones extremas de la violencia. En realidad, el hombre cada día 
experimenta la propia debilidad,  especialmente en el campo espiritual y moral, 
cediendo a los impulsos de las pasiones internas y a las presiones que sobre él ejerce el 
ambiente circundante.
2. Precisamente para resistir a estas múltiples instigaciones es necesaria la virtud de la 
fortaleza,  que es una de las cuatro virtudes cardinales sobre las que se apoya todo el 
edificio de la vida moral: la fortaleza es la virtud de quien no se aviene a componendas 
en el cumplimiento del propio deber.
Esta virtud encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida la práctica 
tanto del ceder y del acomodarse como la del atropello y de la dureza en las relaciones 
económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad son dos formas de falta de 
fortaleza que, a menudo, se encuentran en el comportamiento humano, con la 
consiguiente repetición del entristecedor espectáculo de quien es débil y vil con los
poderosos, petulante y prepotente con los indefensos
3. Quizás nunca como hoy  la virtud moral de la fortaleza  tiene necesidad de ser 
sostenida por el homónimo don del Espíritu Santo. El don de la fortaleza es un impulso 
sobrenatural, que da vigor al alma no sólo en momentos dramáticos como el del 
martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por 
permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques 
injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en 
el camino de la verdad y de la honradez.
Cuando experimentamos, como Jesús en Getsemaní, "la debilidad de la carne" (cf. Mt 
26, 41;  Mc 14, 38), es decir, de la naturaleza humana sometida a las enfermedades 
físicas y psíquicas, tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de la fortaleza para 
permanecer firmes y decididos en el camino del bien. Entonces podremos repetir con 
San Pablo: "Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las 
persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es 
cuando soy fuerte" (2 Co 12, 10).
4. Son muchos los seguidores de Cristo  -Pastores y fieles,  sacerdotes, religiosos y 
laicos, comprometidos en todo campo del apostolado y de la vida social- que, en todos 
los tiempos y también en nuestro tiempo, han conocido y conocen el martirio del cuerpo 
y del alma, en intima unión con la  Mater Dolorosa  junto a  la cruz. ¡Ellos lo han 
superado todo gracias a este don del Espíritu!
Pidamos a María, a la que ahora saludamos como Regina coeli, nos obtenga el don de la 
fortaleza en todas las vicisitudes de la vida y en la hora de la muerte.


Domingo 28 de mayo de 1989
1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva hoy, a hablar de otro insigne 
don: la piedad. Mediante éste, el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y 
lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.
La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración. La 
experiencia de la propia pobreza existencial, del vacío que las cosas terrenas dejan en el 
alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda, 
perdón. El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con 
sentimientos de profunda confianza para con Dios, experimentado como Padre 
providente y bueno. En este sentido escribía San Pablo: "Envió Dios a su Hijo,... para 
que recibiéramos la  filiación  adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha 
enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo 
que ya no eres esclavo, sino hijo..." (Ga 4, 4-7; cf. Rm 8, 15).
2. La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en 
la mansedumbre. Con el don de la piedad el Espíritu infunde en el creyente una nueva 
capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su corazón de alguna manera participe 
de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. El cristiano "piadoso" siempre sabe 
ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, 
que es la Iglesia. Por esto él se siente impulsado a tratarlos con la solicitud y la 
amabilidad propias de una genuina relación fraterna.
El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de 
división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos 
de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por tanto, a la raíz de aquella 
nueva comunidad humana, que se fundamenta en la civilización del amor.
3. Invoquemos del Espíritu Santo una renovada efusión de este don, confiando nuestra 
súplica a la intercesión de María modelo sublime de ferviente oración y de dulzura 
materna. Ella, a quien la Iglesia en las Letanías lauretanas saluda como  Vas insignae 
devotionis, nos enseñe a adorar a Dios "en espíritu y en verdad" (Jn 4, 23) y a abrirnos, 
con corazón manso y acogedor, a cuantos son sus hijos y, por tanto, nuestros hermanos. 
Se lo pedimos con las palabras de la "Salve Regina": "¡...O clemens, o pia, o dulcis 
Virgo María!".


Domingo 11 de junio de 1989
1. Al regreso de mi peregrinación apostólica a los países de la Europa septentrional, 
sobre la cual hablaré próximamente para exponer algunas consideraciones, os pido 
desde ahora que deis gracias a Dios conmigo por lo que me ha sido dado realizar de 
acuerdo con la misión pastoral que se me ha encomendado.
Hoy deseo completar con vosotros la reflexión sobre los  dones del Espíritu Santo. El 
último, en orden de enumeración de estos dones, es el don del temor de Dios.
La Sagrada Escritura afirma que "Principio del saber, es el temor de Yahveh" (Sal
110/111, 10; Pr 1, 7). ¿Pero de qué temor se trata? No ciertamente de ese "miedo de 
Dios" que impulsa a evitar pensar o recordarse de Él, como de algo o de alguno que 
turba e inquieta. Este fue el estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó a nuestros 
progenitores, después del pecado, a "ocultarse de la vista de Yahveh Dios por entre los 
árboles del jardín" (Gn 3, 8); éste fue también el sentimiento del siervo infiel y malvado 
de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el talento recibido (cf.  Mt 25, 18. 
26).
Pero este concepto del temor-miedo no es el verdadero concepto de temor-don del 
Espíritu. Aquí se trata de algo mucho más noble y sublime; es el sentimiento sincero y 
trémulo que el hombre experimenta frente a la  tremenda majestad de Dios, 
especialmente cuando reflexiona sobre las propias infidelidades y sobre el peligro de ser 
"encontrado falto de peso" (Dn 5, 27) en el juicio eterno, del que nadie puede escapar. 
El creyente se presenta y se pone ante Dios con el "espíritu contrito" y con el "corazón 
humillado" (cf.  Sal 50/51, 19), sabiendo bien que debe atender a la propia salvación 
"con temor y temblor" (Flp 2, 12). Sin embargo, esto no significa miedo irracional, sino 
sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley.
2. El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de Dios.
Ciertamente ello no excluye  la trepidación que nace de la conciencia de las culpas 
cometidas y de la perspectiva del castigo divino, la suaviza con la fe en a misericordia 
divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios que quiere la salvación eterna de 
todos. Sin embargo, con este don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el 
temor filial, que es un sentimiento arraigado en el amor de Dios: el alma se preocupa 
entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de 
"permanecer" y crecer en la caridad (cf. Jn 15, 4-7).
3. De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor a Dios, depende toda 
la práctica de las virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de la templanza, 
de la castidad, de la mortificación de los sentidos. Recordemos la exhortación del 
Apóstol Pablo a sus cristianos: "Queridos míos, purifiquémonos de toda mancha de la 
carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios" (2 Co 7, 1).
Es una advertencia para todos nosotros que, a veces, con tanta facilidad transgredimos 
la ley de Dios, ignorando o desafiando sus castigos. Invoquemos al Espíritu Santo a fin 
de que infunda largamente el don del santo temor de Dios en los hombres de nuestro 
tiempo. Invoquémoslo por intercesión de Aquella que, al anuncio del mensaje celeste 
"se conturbó" (Lc  1, 29) y, aun trepidante por la inaudita responsabilidad que se le 
confiaba, supo pronunciar el "fiat" de la fe, de la obediencia y del amor.